El don de la fe siempre se manifiesta como una fe “encarnada”, que necesita expresarse de forma concreta, a través de la palabra, de la imagen, del canto. Porque nuestro Salvador se hizo hombre para tocar y transformar “desde dentro” la vida del hombre, regenerando cada dimensión del vivir humano.
¿Es posible representar a Dios? La imagen evoca una presencia: un ser querido, una situación, un paisaje. La imagen litúrgica evoca la presencia divina y, más aún, en cierto sentido hace de intermediario de nuestro ponernos en la presencia de Dios.
Al hacerse hombre, el Hijo del Padre revela la divinidad a través de su humanidad, su carne se hizo “transparente” de la presencia divina: se dejó ver, tocar, escuchar, encontrar, manifestándose como “Dios-con-nosotros”. Es el testimonio de los evangelistas, que anunciaron con gozo: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida, os lo anunciamos. En efecto, la Vida se manifestó, y nosotros, que la hemos visto, damos testimonio” (1 Jn 1, 1-2). Por lo tanto, la posibilidad de representar en imagen el rostro del Dios-con-nosotros es, según san Juan Damasceno y san Teodoro Studita, una prueba segura de la Encarnación del Hijo del Padre.
Al representar el rostro del Hijo de Dios no se evoca simplemente la vida terrena de Cristo, sino que establece una relación real con Cristo mismo en el “ahora” de nuestra historia. Porque el Redentor introduce una dimensión nueva en nuestro tiempo: al entrar en un momento y un lugar concreto de la historia del hombre, el Hijo del Padre la asume, la redime y la permea de su vida; y no solo la historia de sus contemporáneos, sino la historia de toda la humanidad, desde el primer hombre hasta el fin de los tiempos. He aquí como expresa esta realidad el apóstol san Pablo en la carta a los Colosenses: “Todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.” (Col 1, 12 -20)
Cuando representamos el rostro de Cristo y le damos culto litúrgico (besar, incensar, tocar con la mano o con la frente, llevar en procesión, adornar, rezar, cantar, etc.) no solo evocamos al Redentor hecho hombre hace dos mil años, sino que nuestro gesto, contacto, mirada, voz, pensamiento, se dirige (por mediación de la imagen) a Cristo mismo en una relación personal en el “ahora” de nuestra vida. Además, también el iconógrafo, que recibió el don artístico para servir a este encuentro con el Señor a través de la imagen, se dispone a esta relación con Cristo a través de la oración y del ayuno, para que sus ojos, manos y corazón, sean purificados para este encuentro y para que otros se puedan acercar a Cristo a través de la mediación pobre de las imágenes.
Las imágenes litúrgicas que nos acompañan, ya desde las paredes exteriores del templo del colegio, nos ponen ya en relación con Cristo. Nos disponen ya desde la mañana al entrar por las puertas del colegio a acercarnos a hacerle una visita al Señor presente en el Santísimo Sacramento, para poner en sus manos nuestras manos, nuestras familias y nuestros proyectos del día, para que nos sostenga con mano firme en nuestro caminar.
La luz del sol reflejado por las teselas de distintos colores y tamaños, así como por los colores llenos de vida de las pinturas al interior del templo, invita los ojos de cada uno de los que se acercan a abrirse a la luz de la vida divina que se nos quiere regalar, que nos prepara el don de un nuevo día. Al santiguarnos con el agua bendita de la pila que refleja la imagen de la Paloma del Espíritu Santo representado en la bóveda y el misterio del Bautismo de Jesús en el Jordán, se reaviva en nosotros el don de la vida nueva recibida en el bautismo. El gesto de la mano que se santigua es continuado por la genuflexión de la rodilla que se hinca ante el Santísimo, para darle gracias por cada don recibido y por los dones que Dios le tiene preparados para el día que empieza. La acción de gracias culmina con la Eucaristía, celebrada día a día en el templo, aprendiendo a entrar en la dinámica de la oración de Cristo que entrega su vida sin reservas, según contemplamos en los misterios de la Última Cena, de la Crucifixión y de la Resurrección representados en el presbiterio.